La larguísima vida de Nahui Olin
Por María Dolores Bolívar
“Independiente fui, para no permitir pudrirme sin renovarme;
Hoy, independiente, pudriéndome me renuevo para vivir”.
Nahui Olin (Óptica cerebral. Poemas dinámicos, 1922). (23)
Salvada la proeza de contarlas
Al calibrar la tarea de atizar el interés por una lista de mujeres como las que componen el conjunto de InsurrectAs -Nahui Olin, Antonieta Rivas Mercado, Nellie y Gloria Campobello, Guadalupe Dueñas, Josefina Vicens, Devaki Garro, Amparo Dávila, María Luisa Mendoza e Inés Arredondo- el primer impulso es de visualizar gruesos volúmenes, cargados de textos y otros documentos de lectura e imágenes. Entonces, rápidamente se acomoda en la lista de halagos a Patricia Rosas Lopátegui, la compiladora, el logro de obtener obras razonablemente parcas, pensadas para enganchar al lector sin dejar de develar para las y los más jóvenes el impacto que estas mujeres -rebeldes, a su manera incluso sediciosas en las letras, en el arte, en la vida- tuvieron gracias a sus talentos.
En InsurrectAs, la puerta está abierta, la mesa servida, la lámpara en su punto. En la primera de sus entregas, Nahui Olin, el volcán que nunca no se apaga, cobra vida Carmen Mondragón, en 169 páginas cargadas de anécdotas, testimonios, apuntes, documentos, fotos no sólo de cómo es percibida en su tiempo sino cómo ella misma decanta ya su legado. ¡No sobra nada! Cuando supe que acababa de salir el primer número de la serie no pude pensar en alguien que con mayor donaire que Nahui Olin llevase el adjetivo, insurrecta, de modo que doble tino que sea ella quien abra la serie.
Primero abordo la extensión del libro, que constituye ya un sugerente acercamiento que, además, no requiere de una cronología o un determinado método de lectura. “Una lectura caleidoscópica…” (19) propone Rosas Lopátegui; la vida de Nahui se nos presenta a probaditas, algo que nos permite examinarla en su propia dinámica o la del mapa que nos remite, ya a punto de arrancar en el trayecto, a su casa paterna, en la ciudad de Tacubaya y, de ahí, al recorrido frenético por sus textos y apuntes, sus viajes, sus amores, sus retratos, su poesía, su enorme sentido de la libertad y de los roles de la mujer, sus fracasos, sus pérdidas, su larga vida, sus escuálidos gatos y su muerte, que cierra el círculo en la misma calle y casa paterna, General Juan Cano, número 93.
Y ahora al otro logro de la obra de Rosas Lopátegui, al reunir en una sola serie de libros a todas estas mujeres, muchas de ellas a punto de cumplir aniversarios, cien años, cincuenta años de nacer o morir, ellas mismas o sus obras… es decir, restituir a la desproporción con que se las ha relegado en el pasado, su presencia; reordenar la realidad que omitió entretejerlas, como contemporáneas y con sus contemporáneos; volverlas a colocar en el centro de la vida cultural del país, donde siempre debieron estar y desde donde proyectan nueva luz para futuras lectoras y estudiosas.
Los distorsionados caminos del olvido
¿De qué está hecho ese olvido que acaba arrumbando a las mujeres o distorsionando la/su realidad, al punto de hacernos creer que ellas, pese a su celebridad y su originalidad, nunca existieron, salvo por hechos extremos, casi siempre percibidos como aberrantes, que las sacaron de la invisibilidad propinada a las del género: locura, suicidio, soledad, muerte? O cuando se las da por reales, a partir de una cadena de hechos ineludibles -Carmen Mondragón, México, Francia, Tacubaya, el exconvento de la Merced, las calles capitalinas, los edificios ruinosos- quedan estas congeladas en una traza juvenil; en unas trenzas frondosas; en el trasero firme y memorable que fijaron la lente y los pinceles de los mejores fotógrafos y pintores, en el amor nutrido de pasión y arte alojados en Nahui -pseudónimo o hipocorístico en náhuatl, el volcán- con el que se reinventó al lado de su amante más célebre, Gerardo Murillo, porque también solemos nombrar a las mujeres más por los hombres que las acompañan, la amante del Dr. Atl, la hija del general Mondragón y etcétera.
Y es que sucede que, al hablar de mujeres brillantes, como bien promete esta colección de Patricia Rosas Lopátegui, en cada olvido hay algo más que descubrir o resaltar que los ojos de Nahui, la sensualidad de Pita, los devaneos de La China, las encerronas creativas de Amparo. Si, con Rosario Castellanos se puede decir, “debe haber otro modo de ser…” que sí se llame Nahui, Pita, Antonieta, aunque que no termine en Nellie. Debe de haber otra Amparo, otra Inés, otra Guadalupe, otra Josefina… y otro modo, también, de trascender esa versión que de ellas se congeló en imágenes que jamás nos las mostraron más allá de sus cuarenta años.
Porque detrás del bosquejo tajante que Rosario resume en ese modo otro de ser, podemos adivinar los pasos que trascienden y forjan larguísimas vidas, enmarcadas en la retórica o narrativa patriarcal -la PATERNOSTRA- de telón de fondo. Para por fin preguntarnos por qué las mujeres no existen más allá de la juventud. Lo vemos en los medios de comunicación con toda nitidez. Si locutora, modelo, actriz o política, la mujer se pierde después de cierta edad. En perspectiva, jamás llegamos a conocerla en todas sus etapas. Ocasionalmente nos es mostrada de niña, pero jamás de vieja. Su ancianidad parece no suceder. Las mujeres mayores no están para los desfiguros públicos parece que se asiente. Entonces, se ocultan en sus casas, en el ambiente familiar, cuando este existe, en la discreta soledad del espacio privado, apartadas del mundo y del espacio público.
- Desconocemos sus transiciones, sus cambios de piel, sus arrugas, sus canas, su soledad, sus épocas de seca. No se puede decir que es por vejez que se las cancela, a rajatabla, sí porque son mujeres.
Los hombres, en cambio, pasan por un tamiz más positivo. Para la sociedad, envejecen con gracia; se les perdona que contraigan nupcias con parejas más jóvenes; se enaltece sus canas, sus deformidades, su potestad, su madurez. Rara vez se alude a su pierna ausente, a su encarcelamiento, a su congestión estomacal, a su gordura, a sus várices. Los hombres son vistos con filtros que no se aplican a las mujeres. La dignidad de los hombres no muere en sus barrigas adiposas o en su calvicie; les giramos la cortesía de no mencionar sus defectos, sus dislates, sus errores; conocemos sus defectos, sus aberraciones, sus vicios, pero no los llamamos casquivanos, conflictivos, difíciles, demoniacos o insatisfechos.
Larga vida
En el mundo de la representatividad y de la imagen las mujeres ven detenerse sus vidas en una suerte de eterna juventud, artificialmente demarcada. Eso no resulta ajeno a Carmen Mondragón quien protagonizó las imágenes que de sí misma trascendieron. Resulta interesante, sin embargo, que más allá del mundo de retratos y fotografías, la mujer viva un promedio de vida mayor al del hombre. No importa de qué país se trate, dicho promedio de les seres humanes es de 72 años, salvo si reacomodas en hombres y mujeres y descubres que la media femenina es de 74 años y dos meses, contra los 69 años y ocho meses que viven los varones. Carmen Mondragón vivió once años por encima de esa media, es decir, gozó de larga vida, pese a que el dicho goce se viese disminuido en la medida en que la elite cultural en la que Mondragón se desenvolvía, la fue olvidando.
De su vejez, los testimonios nos ofrecen cápsulas esporádicas – “estaba loca”, “era un harapo humano”-.
Conmiserados, tristes, distantes, sus contemporáneos no muestran interés sino morbo y verbalizan su sentir justificándolo con lo que consideran desmanes. Sus ojos sensuales, que enloquecieron a artistas plásticos y fotógrafos, mutaron por obra de la edad en ojos demoniacos, rojiverdes, desorbitados, tristes; sus ropas perdieron glamur, aunque ganaron brillo; sus movimientos, fueron percibidos como torpes o erráticos; la pobreza invadió su casa; sus desplantes rebeldes fueron tomados por ninfomanía, desquiciamiento, extravío; sus deslices dejaron de intrigar, cediendo paso a la lástima.
Y Nahui superó en edad, sobre todo, a sus amantes. El capitán Eugenio Agacino la deja en 1934, cuando ella entraba en sus cuarenta, muerto de envenenamiento por camarones. Gerardo Murillo fallece a dos meses de cumplir noventa años, al amparo de sus enfermeras que lo admiran y acompañan hasta su último aliento, en 1964. Manuel Rodríguez Lozano muere a los 77 años, en 1971, su muerte atiza el interés que se expresa en una exhibición retrospectiva de su obra. Matías Santoyo, el caricaturista con quién Nahui despreció a Hollywood, muere de 70, en 1975.
En este primer volumen, Rosas Lopátegui nos abre los ojos a lo que inserta a manera de lista; parece una síntesis. Tan sencillo inventario hace ver al lector que estas mujeres envejecen, pese a que el mundo las congela en su prime time. Únicamente Antonieta Rivas Mercado, Gloria Campobello e Inés Arredondo no rebasan la edad mundial promedio. El resto de la lista lo superan de menos por tres años y Amparo Dávila y la China Mendoza lo sobrepasan por 27 y 23 años, respectivamente.
Entonces, si las mujeres viven 45 años más allá de la dorada juventud (soy generosa al ubicarla en los 40) … ¿cómo vivir el resto de los días, sobre todo en México, donde la intelectualidad posrevolucionaria fue empobreciéndose, virtud de un sistema político que privilegió el turismo sobre la cultura y el comercio por encima de la educación. Nahui era maestra, se nos dice, pero habrá recibido una pensión raquítica; vivía en la casa paterna, en condiciones de pobreza velada que se manifestaba en el deterioro de esta; algunos la reconocen, pero vuelve a enajenarlos su comportamiento que catalogan como extraño. Ven en la Carmen envejecida un misfit social -inadaptada, condenada al ostracismo, rodeada de leyendas casi todas negras como su locura – quizás únicamente percibida-, su trágica maternidad, sus amores fallidos.
Es linda y es poeta
Siguiendo la línea quebrada o el reacomodo del caleidoscopio, damos con los primeros escritos de la niña Carmen Mondragón, a los diez años. Se trata, nada menos, que las primeras imágenes que conforman el trazo de su vida activa y artísticamente fértil. La sensación que nos dejan esos textos es la misma que nos ofrecería una predicción o el asomarnos a una bola de cristal. Carmen es esa joven escritora que observa, modela y acaricia, es decir, se observa, se modela y se acaricia. Más tarde tomarán forma sus textos surrealistas y sensuales; escribe a las medias, sus medias; y a las piernas, sus piernas; a las caricias y a la piel… es vanguardista en su existencia, en su interior, en su creatividad. Al verla así, desde múltiples ángulos y en ese encuadre que nos acerca a ella a través de impactantes imágenes, no puedo sino pensar cuánto me hubiera gustado tomar la foto que falta de ella, la de la anciana descuidada, empobrecida y obesa, cargando un gato escuálido y famélico, trepada en un autobús de línea. Captar, sí, el contenido sobrado de su mirada senil, oscurecida por los cuencos que horada la vida, vivida intensamente. Consignar el maquillaje cargado hacia lo grotesco y todavía hablar con ella, de sus nexos cósmicos con el sol, de la manera como creía que el astro la protegía del mundo o descendía, vengativo, a salvarla de sus atracadores, o de quienes la encontraban irrisible. O verla – ¿por qué no? – encender un foco con tan solo tocarlo. No ha dejado de retar a México y a su presente en esas caminatas nocturnas que traspuso del escenario febril del exconvento de la Merced a las calles de la ciudad; de la azotea y la noche en que se reinventa de volcán; a la realidad convulsa de un México que se transforma por minuto.
Se sabe que Carmen Mondragón escribió esto que parece una declaratoria de guerra al patriarcado, a los 10 años (en una carta que dirige a su maestra del Colegio Francés de San Cosme, M. Marie Cresence.)
«Soy un ser incomprendido que se ahoga por el volcán de pasiones, de ideas, de sensaciones, de pensamientos, de creaciones que no pueden contenerse en mi seno y por eso estoy destinada a morir de amor… No soy feliz porque la vida no ha sido hecha para mí, porque soy una llama devorada por sí misma y que no se puede apagar; porque no he vencido con libertad la vida teniendo el derecho de gustar de los placeres, estando destinada a ser vendida como antiguamente los esclavos, a un marido. Protesto a pesar de mi edad por estar bajo la tutela de mis padres.» (45)
Nahui Olin
Así que InsurrectAs nos reserva a una Nahui irreverente que reta al patriarcado. Es hija de un militar, inventor del primer fusil semiautomático; pero también es ella misma un cañón que dispara a matar hacia el patriarcado de su tiempo. Quisiera haber tomado esa foto, la que revela ese ángulo distinto; la que muestra a las mujeres capaces de sobrevivir a sus contemporáneos y existir pese a que nadie las ve; vivir más allá del tiempo en que el mundo y la sociedad deciden dejar de mirarlas.
Toda mujer de mi generación deberá preguntarse en dónde estaba
Nahui muere el 23 de enero de 1978. A primera vista, me parece increíble su cercanía temporal conmigo. Por esos años yo volví a vivir en la ciudad de México, recién llegada de Francia. Acostumbrada a andar París en moción circular interminable -en sus visiblemente circulares arrondisements/circunscripciones- y a diferencia de mis compañeros de trabajo, que se desplazaban en coche, yo caminaba Constituyentes, desde la primera sección de Chapultepec, hacia la calle de Salvador Alvarado, en la primera sección de Escandón, muy cerca de General Juan Cano, en los lindes de Tacubaya. Silueteaba a mi paso un mercado (tal vez más de uno) me adentraba en calles y avenidas, pasando por la universidad La Salle y la embajada Rusa. Volaba en mi sueño de vivir en mi país, recuperando ese sentido de propiedad que me habían mermado las prolongadas estancias fuera y lo que ya entonces llamaba mi exilio personal que tendió puentes entre Europa y California. En uno de esos vuelos mágicos, me tocó de vecina de cubículo doña Amalia González Caballero de Castillo Ledón; en mis andanzas laborales de joven politóloga, conocí a Hortensia Bussi de Allende, a Angélica y a Bertha Arenal… ¿Quién sino Nahui habría podido completar ese cuadro? Pero no, no me la topé en mis caminatas, tampoco en los autobuses. Mi recorrido por los céntricos arrondisements capitalinos no me tenían reservada tal fortuna. En aquella transición de calles a ejes viales donde admiraba a diario la herrería, los muros de tezontle y cantera y los patios floridos, daba pasos extras para rodear por el panteón de Dolores y respirar el aire de mis antepasados, pero no logré atisbar, ni de lejos, a Nahui Olin, ¡qué contratiempo!
Su cuerpo es la geografía que recorre
Entonces, lo que sigue a no haberla visto ni tomado su foto, ni conocido su vejez, es meterme en la lectura sugerida por Patricia Rosas Lopátegui. Su libro me empuja a adentrarme en más lecturas. Voy tras Casán, Felipe Gálvez, Miguel Capistrán. ¿Cómo es posible que no leyese antes a Rosa Rodríguez López? Ya casi con desesperación quiero ver el predio de su casa paterna -¿será posible que siga en pie?- de General Juan Cano. En esa faena, que apenas comienza, releo “Mañana viene a Bellas Artes Nahui Olin”, de María Luisa Mendoza… (110) Me detengo en el mapa virtual que muestra el lote donde debe de estar la casa que habitó Carmen Mondragón y me surge la primera discrepancia. El cronista de la ciudad, Jorge Pedro Uribe, escribe que esa casa está parcialmente en pie en el número 93 de dicha calle, pero luego descubro que la casa paterna está en el número 129, junto al ahora hospital Ángeles Mocel. Al visitar por vía de Google Maps, mi sorpresa y mis dudas crecen. Esa colonia que algunos describen con casas de uno o dos pisos, solariegas, se ha convertido en un verdadero laberinto de edificios de varios pisos, populoso, plagado de grafiti. Y Nahui, según aclara el libro, vivió en ambas propiedades, pero murió en la casa familiar, situada en el 129. Me detengo de nuevo en el texto ya citado de María Luisa Mendoza, porque resulta que las dos vivieron en la misma calle, General Juan Cano, que muero por recorrer de cabo a rabo. Me meto a indagar en dónde estaba la casa donde nació La China, esa sí todavía en pie, con sus barrotes y sus dos pisos, está en el número 63, a veinte lotes de donde vivió Carmen Mondragón y a unas diez cuadras de donde murió, según los números, aunque luego hay que saber que la ciudad de México suele sorprendernos con números y cuadras que no siguen la lógica debida. Encuentro el acta de defunción de Carmen Mondragón, que consta en el Registro Civil de Coyoacán, de la ciudad de México, ella murió en el número 93 de General Juan Cano, de insuficiencia respiratoria, a los 84 años, el 23 de enero de 1978.
Mucho o poco, en realidad Nahui es inseparable de la ciudad de México, a través de ese mapa que muestra la circunscripción de Tacubaya y el centro donde quedaron atrapados por siempre su corazón y sus memorias y donde aprenderemos a restituir a nuestras lecturas y herencia literaria su contexto y ese segmento largo, largo, largo, en que vive sola, olvidada, marginada, recorriendo las calles de la ciudad de México y al amparo tan solo, del sol, de sus talentos y de sus gatos. O como señala Rosas Lopátegui, al finalizar, en un poema de su autoría titulado “Río sin fin”, Carmen Mondragón, Nahui Olin es “caudal que deja estelas irrepetibles”; “ciclón del eterno presente.” (152)
¿Lo intuiste ya? Este primer volumen de InsurrectAs se ha vuelto una bitácora de viaje, el mapa de una ciudad que se transforma día a día, esa red genealógica en donde se entrecruzan dos vecinas, María Luisa Mendoza y Carmen Mondragón, nacidas con apenas unos treinta y tantos años de diferencia, para convivir, sin que tengamos conciencia de ello, en una misma colonia… A donde vemos en contexto a Nellie y a las hermanas Garro, retando al patriarcado, pese a saber que se jugaban sus vidas. En donde Nahui y Antonieta libran batallas y comparten amantes… Espera, he vuelto a sacudir el caleidoscopio y un dato me sacude a mí, devolviéndome a esos terrenos movedizos de las dudas.
Notas al pie
1 Meditación en el umbral: antología poética / Rosario Castellanos; comp. Julián Palley; prólogo Elena Poniatowska. México : Fondo de Cultura Económica, 1985.
2 «Indicadores internacionales de Desarrollo Humano». PNUD.
3 Registro Civil del Distrito Federal, Coyoacán, 1977-1978.