Caminos de la lectura

«Mi corazón al desnudo»


¿Por qué y cómo me volví lectora?, me pregunta Eduardo Cerdán

Por  | Abril 19, 2017
Patricia Rosas Lopátegui (1954) es una escritora, académica y editora mexicana, catedrática en la Universidad de Nuevo México. Es la agente literaria de Guadalupe Dueñas, de Elena Garro y de Helena Paz Garro. Ha publicado la biografía de Elena Garro en tres volúmenes: Yo sólo soy memoria (Castillo, 1999), Testimonios sobre Elena Garro (Castillo, 2002) y El asesinato de Elena Garro (Porrúa, 2005). Su más reciente trabajo como editora, donde compiló y anotó poemas inéditos de Elena Garro, es Cristales de tiempo, publicado por la UANL en 2016.

Patricia Rosas Lopátegui

 ¿Por qué y cómo me volví lectora?, me pregunta Eduardo Cerdán, y de inmediato me hace viajar a un tiempo que no visitaba desde hacía muchísimos años. Conforme iba leyendo su mensaje, las imágenes comenzaron a surgir atropellándose una a la otra: mi padre leyendo el periódico, puntualmente, todos los días: Excélsior. El Periódico de la Vida Nacional, y su consigna: «Deben leer el periódico para estar informados de los sucesos que rigen y transforman el mundo». Nosotros, mis hermanos y yo, corríamos por la habitación sin hacerle gran caso. Al regreso de la escuela, mi madre tenía siempre la comida lista, calientita, deliciosa. La devorábamos y después también su consigna: «Hagan la tarea antes de salir a jugar». En aquella época se salía a jugar al patio, a las calles; apenas había televisión. Entonces mi padre leía y mi madre cultivaba el hábito riguroso de cumplir con «la tarea».

De familia provinciana, nací en Tuxpan, Veracruz, y viví entre dos ciudades: ese pequeño puerto al norte del estado que visitábamos los fines de semana para ver a la familia, comer camarones de la Laguna de Tamiahua o mojarras con enchiladas de semilla de pipián a la orilla de la playa, los helados de don Regino, los cocos en la carretera, y Poza Rica: la ciudad en el auge del oro negro, donde mi padre trabajaba en las oficinas de Petróleos Mexicanos, construyó una casa llena de árboles frutales y asistí a la escuela.

Mi infancia la poblaron los cómics: Archie y sus amigosLa pequeña LulúLorenzo y PepitaEl Pato Donald y Memín Pinguín, sin advertir en esos momentos los estereotipos, el racismo o el sexismo. Llegaban a los puestos de periódicos al terminar la semana, por lo que mis tardes dominicales las pasaba divertida leyendo sus peripecias. Los otros días los llenaban las largas pláticas con las muchachas que ayudaban en los quehaceres de la casa, eran muy jóvenes y procedían de las rancherías en busca de trabajo. Recuerdo a Chabela, siempre pálida, tan buena como el pan, y a Remi, diminutivo de Remigia, con unos dientes grandes y escandalosas carcajadas. A mí me encantaba estar con ellas, en la azotea mientras lavaban, o en la cocina cuando preparaban la cena; escuchar sus historias, siempre tristes, era recorrer los caminos del hambre, de los despojos, del pasado que se repetía en su presente. Cuando se fueron, mis días padecieron su ausencia. Un par de veces nos visitaron y llegaron con quesos, pan o dulces elaborados en sus comunidades. Tan humildes y sin embargo con las manos llenas.

En su juventud mi padre había tenido la pasión por la literatura, solía citar a Goethe y a Víctor Hugo, pero decidió abandonar sus estudios (fue estudiante en la UNAM por una breve temporada), buscó trabajo y se casó. Poco a poco empezó a navegar por otras vertientes que lamentablemente lo encandilaron y separaron del territorio de las letras. Mi madre solo pudo terminar la primaria. Había sido una excelente alumna y quería continuar con la secundaria, no obstante en aquellos tiempos las mujeres se preparaban únicamente para el matrimonio y la maternidad. Tocaba el piano y cuando la dejábamos, se desplazaba por ese único espacio que pudo tener para sí sola: la música. Atrapada en las labores domésticas con cinco hijos, tarde o temprano la abandonó.

Fue en la adolescencia cuando descubrí la magia de la literatura y ahí me quedé. Mi padre al ver mi gusto por la lectura, me regaló Mujercitas de Louise May Alcott, que llenó mis días melancólicos con aventuras que resolvían las carencias en mi vida familiar. Como prefería quedarme a leer que ir a la alberca o salir a jugar con mi hermana Norma, la deportista, la que me explicaba el universo de las matemáticas, no tardé en descubrir en el clóset algunos de los libros del exestudiante de la UNAM: Mi corazón al desnudo de Charles Baudelaire (1947), Casanova de Stefan Zweig (1951), las Obras completas en tres tomos de Johann Wolfgang Goethe en la editorial Aguilar (1950), Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas, Los miserables de Víctor Hugo, El retrato de Dorian Grey de Oscar Wilde, entre diversas antologías poéticas. Algunos los pude entender y los releí, otros estaban fuera del alcance de mi comprensión. Aún los conservo con su sobria y elegante firma.

Mi padre, conforme a sus posibilidades, me seguía regalando libros: Platero y yo de Juan Ramón Jiménez, El Zarco de Ignacio Manuel Altamirano, El Periquillo Sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi, El Quijote de Miguel de Cervantes Saavedra. Aunadas a estas lecturas, por supuesto, la poesía española e hispanoamericana compilada en varios tomos. Ahí descubrí a Sor Juana; por ella supe del derecho al conocimiento del ser femenino. Así, de esta manera ecléctica, leí y me encerré en un mundo propio. Cada lectura la degustaba con la calma que hoy quisiera recuperar: ese leer y releer sin prisas, sin demandas.

Llegar a la secundaria y a la preparatoria fue continuar en ese devaneo con las letras. Cómo olvidar a mi maestra Olga, jovencita, recién casada y egresada de la Facultad de Letras de la Universidad Veracruzana. En sus clases llegaron de una manera más sistemática otros autores, uno de los cuales me deslumbró y me quedé pegada a sus páginas: Juan Rulfo, tanto que casi me sabía de memoria Pedro Páramo. Con ella ingresé al orbe de Federico García Lorca. Animé a mis compañeros y escenificamos Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores del poeta y dramaturgo andaluz. Me convertí en directora, escenógrafa y actriz. No había de otra, si quería llevar a cabo el proyecto. Mis compañeros preferían andar trepados en los árboles, irse a comer una paleta de piña, echar relajo en los redondeles de los patios, o regresar temprano a casa, que memorizar largos parlamentos. Nuestra preparatoriana puesta teatral tuvo tal éxito que nos invitaron a presentarla en otras poblaciones aledañas a Poza Rica. Desde entonces Lorca me abrió un camino que después reforzaría Rosario Castellanos: «Debe haber otro modo se ser humano y libre». No más Penélopes ni Evas. Me fue quedando claro que el matrimonio no era el único papel para la mujer y que no tenía que cumplir con el rito inmolatorio.

Por esos años también me dio por declamar. La memoria fungía un papel muy importante en la educación en esos tiempos y las escuelas tenían concursos de oratoria y de declamación. Gané algunos premios. Participé con los poemas «La suave patria» de Ramón López Velarde, «A Gloria» de Salvador Díaz Mirón y «Me gustas cuando callas» de Pablo Neruda (hoy sigo siendo fan del primero). Mi padre era mi coach. Pasábamos horas ensayando, él me indicaba las entonaciones y los movimientos. Ya lo dijo Elena Garro: «eran tiempos felices, aventureros y gloriosos».

Después: el dolor, el colapso de la relación con mi padre. Descubrir los lastres del machismo, las infidelidades, el abandono; el fin del paraíso terrenal. Mi madre, que había permanecido tras bambalinas, salió a la defensa y luchó contra todos los preceptos patriarcales para que sus hijas continuaran en aras de la educación superior, para que no repitieran su destino.

Vino la carrera de Letras en el Tecnológico de Monterrey; apareció Elena Garro en una de sus aulas y se instaló en mi imaginario; ahí vive desde 1976. Fue una de las pocas voces femeninas incluida en la larga lista de lecturas dominada por la hegemonía masculina. Durante los estudios de posgrado hicieron acto de presencia otras creadoras que alimentaron y moldearon mi espíritu. Llegaron de todos los continentes, de todas las razas, marcadas por los mismos atavismos.

Y «aquí estoy sentada sobre esta piedra aparente…» tratando de descentralizar la literatura mexicana, deconstruyendo historias oficiales, llevando a la luz pública obras de escritoras fundamentales que por una u otra razón se han quedado rezagadas: Nahui Ollin, Antonieta Rivas Mercado, Nellie Campobello, Guadalupe Dueñas, María Luisa «La China» Mendoza, Pita Amor, Inés Arredondo, Amparo Dávila, entre otras tantas plumas irreverentes e innovadoras. En la Universidad de Nuevo México hago teatro con mis alumnos desde el 2000 de manera muy modesta, como lo hice a los dieciséis años, con la misma pasión y entusiasmo de entonces, y cada vez que realizo con ellos un recital poético o la puesta en escena de una pieza de Elena Garro, vuelvo a convertirme en aquella adolescente que, como Catita, Luisa, Clara o Titina, buscan ponerle fin a la desigualdad genérica, a la injusticia social… En fin, transformar el mundo a través del poder de la palabra.

 

***

 

Por el ejercicio de memoria que significó revisitar mis caminos de la lectura, he aquí un epílogo:

 

Aquí no hay cama para ti

 

Para Francisca Lopátegui Burdick, mi madre

 

Aquí no hay cama para ti,

le dijo mi madre

a mi padre.

Volvía enfermo

después de varios años de ausencia,

sin dinero,

con reclamos.

Le exigía a la esposa

guisos especiales

por su delicado estado de salud,

mimos y cuidados.

Después de todo

había aprendido desde niño

que el hombre existe,

tiene derechos,

la mujer fantasma

solo es dueña de obligaciones.

Entonces, era natural que volviera

pensando que ella,

la callada esposa, le abriría la puerta

de la que ya no era su casa,

lo alimentaría y cuidaría,

como si todos los siglos de dolor acumulado

pudieran esfumarse con unas lágrimas de cocodrilo

derramadas por las mejillas de un hombre

que volvía a utilizar el mismo truco.

 

Pero mi madre ya no era la misma.

No fue necesaria una diatriba de reclamos y venganzas.

La esposa simplemente le dijo:

Aquí no hay cama para ti.

Diciembre, 2007


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